Un día vi a un fantasma.
Un fantasma que se podía tocar,
que se podía oler.
Una muerta viviente,
o muerta en vida.
Perfilaba con sus ojos la emoción
de sentirse perdida.
Ni siquiera sé como se llamaba,
pero quedó anclada en mi memoria.
El cigarrillo en la mano para quemar
todos sus recuerdos,
botas altas que desfilaban entre
lo que fue y lo que quería ser.
La belleza inconfundible de una persona rota.
Me pregunté cuanto tiempo llevaba sentada
en la carretera.
Si sus costillas habían encarcelado
del todo su corazón.
Si bajaba la mirada cuando discutía,
o si al contrario, prendía los silencios
para no sentirse sola.
Quise saber si alguna vez dejó
que la lluvia arropase su tristeza,
o si alguna mente ebria
se la había follado
creyéndose su propia pesadilla.
Quizás se estrelló
antes de empezar a volar.
O puede que estuviese cansada
de no pisar la tierra nunca.
Y allí consumía sus ideas
bajo la luz cambiante de los semáforos.
Fundiéndolos por su semejanza
con sus sentimientos,
que no tenían cabida en su interior.
Gritos de socorro sucumbían a su agitada respiración.
Aunque no parecía importarle mucho
abandonarse a su suerte en el frío nocturno.
Parecía incluso cómoda allí sentada.
Qué irónico; un dolor reconfortante.
O quizás, supiese algo que nadie más de los allí presentes
sabía.
Pero sobre todas estas preguntas,
debo admitir que via un fantasma,
lo supe porque en sus ojos,
pude verme a mí misma.
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