Las montañas han desplegado las alas sobre la ciudad. El
reloj de mi muñeca marca las 7:47 de la mañana y tengo ante mis ojos un
espectáculo que parece haber estado escondido durante todos estos años. Me encuentro
sola, con la nariz roja por el frío, sentada en lo alto de la montaña.
Me siento pequeña, una parte diminuta del enorme universo. Y
de pronto, todos mis problemas se hacen insignificantes, son ingrávidos, pueden
volar con el tiempo que parece no tener nunca demasiada prisa pero que se lo
lleva todo. Dar tanta importancia a problemas pasajeros solo hace que se
alarguen, parece absolutamente ridículo ahora que lo pienso.
Sólo me siento aquí, a observar. Un acto tan sencillo que
parece imposible que algo tan simple pueda darme respuestas a pensamientos tan
enredados. No hay revelaciones épicas, bocas de grandes consejos o gritos de
liberación. Las respuestas estaban en mí todo este tiempo.
Se me empiezan a dormir las piernas. No sé cuánto tiempo
llevo aquí. Pero no sé, parece más especial si todo queda en un secreto. Más
mío. Nadie puede robármelo.
En ocasiones la belleza está delante de nosotros, y sin
embargo, no aparece hasta que aprendemos a mirar.