viernes, 16 de agosto de 2013

Arquitecta de mi propia destrucción


En el lugar más pacífico del universo se desencadenan las tormentas más destructivas. Nada viene, ni nada se va, sino que se rompe y se crea, con una verocidad e intensidad incalculable. La vida se nos escapa poco a poco, y en vez de crecer, vamos muriendo despacio, cerrando los ojos mientras las sombras más oscuras rodean nuestro frágil ego. Unas pocas almas gritan desgarrados que nacemos y morimos solos, pero espero que eso no signifique que muramos enterrados por el enorme vacío que deja en  nuestro interior la despedida de las inocentes sonrisas de un amor puro. 

La noche amarra su frío sobre mis hombros haciéndome la arquitecta de mi propia destrucción. Hace que me enfrente a miedos ajenos para saber valorarlos. Por eso pienso en la muerte. Es lo que desembala la vida con los fríos suspiros de un destino invadido. La muerte como parte de la vida... nadie dijo nunca lo contrario, porque nadie pudo encadenarlo a la realidad mas áspera. Los escurridizos sueños transforman mis pensamientos en esclavos vendidos, pero debo aceptarlos para declararles la guerra y derrotarlos con heridas sangrantes de egoismo y vanidad.

La vida no es un camino, es un laberinto confuso y complicado. Puede que sea algo que hayamos tomado prestado al tiempo. A veces, se convierte en una efímera belleza que queda derrumbada por nuestras más profundas creencias. Son majestuosas monstruosidades de desperdicios. En ocasiones juraría que puedo ver el reflejo de ese terror desconocido, cosido con tinta invisible en sus palabras silenciosas. Las lágrimas son la vida de la que se alimenta nuestra sincera alma, y nada es más especial que tratar de dejar guiar el viento coloreado de nuestra vida por ella. Sufrir es lo que nos hace personas. Pero asociar ese sentimiento a la muerte es el error secreto que nadie tratara de corregir nunca. Es desgarrador para el resto de los mortales, pero quizás, nuestra propia muerte sea tan solo un dulce sueño sombrío.

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