Mi mirada se ha sazonado de las diferencias y de la ceguera de la cinta métrica por no dar peso a las sonrisas. Estoy cansada de que mi precio ante los demás dependa tan solo del color de mis ojos, y aún más de que sea yo misma quien fiche por ello primero. Sé que hay chicas que se miran en cada escaparate bajo la presión de unos pocos que las empujan a perseguir unos ideales que nunca soñaron tener. Lo gracioso es que somos quienes recibimos todos los balazos, y nunca hemos apretado el gatillo.
Odio que el quererse a uno mismo sea una revolución castigada con insultos de aquellos que odian mirar su persona en noches de turbulencias. Me siento derrotada ante todos estos estándares que regulan quién soy solo por el atractivo de mis clavículas. La inseguridad se aposenta en mi rostro lleno de sombras al confirmar que el amor factura más cuado tienes una sonrisa bonita, y que no existe posibilidad de respetarse a uno mismo cuando no es así.
Conozco el sabor agridulce de las lágrimas tras la cortina de un probador mientras coqueteamos con la muerte. Detesto no poder evitar necesitar sentirme aceptada en el mundo y dejar siempre aparcado en segunda fila mis emociones y mi sabiduría. No existe nada más doloroso que los ojos ajenos no puedan ver en ti aquello que tú tanto aprecias, pero todavía más necesitar esa opinión para consentir tu valía. Y no sabéis cuanto tiempo llevo apresando mis latidos bajo el precio de unos baqueros. Deseo tanto ser libre...
y lo peor es, que ni siquiera yo me atrevo a permitírmelo.
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