domingo, 8 de septiembre de 2013

Un ángel que nunca aprendió a sonreír

 
Hay miles de cristales rotos a mi al rededor. Las lágrimas ensucian mis mejillas y ni siquiera recuerdo por qué. Tengo muchísimo frío, pero ahora no importa, porque él no está. Se ha ido de mi mundo durante unos pocos minutos y puedo respirar. Aún y todo, debo estar alerta, volverá. Necesito que vuelva. Surco duras miradas de decepción y me zambullo en la sangre que se congela por la tristeza. Trato de abrazarme pero mis mojadas manos resbalan por mi piel cicatrizada, ya no puedo sostenerme ni a mí misma. Hecho mi cabeza hacia atrás y cierro los ojos, soñando arrancarme la piel y huir de mí misma. Me quedo quieta, como una muñeca muerta, mientras dejo que el agua helada ahogue mi valor y me haga perderme en mi absurda sabiduría. Sola. Asustada. Perdida. Las puertas de mi alma llevan tanto tiempo cerradas que están cubiertas de telarañas. Tengo miedo de acercarme a ellas y apartarlas. Me hundo un poco más mientras observo como el agua se vuelve rojiza, pero no estoy asustada... ha pasado mucho tiempo desde que me siento muerta. Escucho mis latidos acelerados que intentan escapar de los barrotes de mis costillas. Nunca será suficiente. Finalmente, dejo caer el peso de mi cuerpo y me acurruco entre el vapor, que hará de esta sucia muerte un mundo de fantasía.

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